Demonios.

Con los ojos rojos y ojeras bajo ellos. El pelo enmarañado. Los labios resecos. La cara pálida. Las manos entumecidas. La garganta ardiendo. La mirada perdida. Vacía. Caminaba entre la gente, intentando camuflarse entre personas insípidas y rígidas para que no la encontrasen. Pero ella destacaba. Para bien, o para mal, según como lo vieses, pero destacaba. Cabello rosa pastel, ropa negra, grandes abrigos, flores en la cabeza, mochila a la espalda, cámara colgando del cuello, libretas entre los brazos. Destacaba por su aspecto. Pero aún más por su mentalidad.

No era lista. Era inteligente. Era culta, sabia. Era divertida, pero a su manera. Era directa, puede que borde. Pero era especial. No se puede explicar porque, pero todos sabemos que lo era.

Intentaba huir. No podía. Lo intentaba. Pero era imposible. Siempre la acabarían encontrando. Ellos.

De los que lleva toda la vida huyendo. Los que la torturan y la martirizan. Los que la odian, aunque no más de lo que se odia ella misma. Ellos son la causa de todo. De que se escapara de casa. De que abandonara los estudios. De que traicionara a sus amigas. De que destruyera sus recuerdos. De todo lo que hizo o pensó hacer. Ellos. Oscuros, fríos, malvados. Ellos. Horribles, macabros, crueles. Hechos para sembrar el dolor. Ellos. Eran suyos, pero no del todo. Ella los controlaba, pero no del todo. Ellos siempre tenían el último voto. Ellos siempre tendrían la opinión más importante. Demonios. Internos. Los suyos.

Los quería dejar atrás. Pero no podía. Ella quería deshacerse de ellos. Pero los necesitaba.

¿Que tan mal debía estar para haber llegado a ese punto?

Sé la respuesta, todos la supimos desde el principio, pero no queríamos verla.

La respuesta es sencilla. Ella estaba mal, peor de lo que dejaba ver. Mal.

Demasiado.